domingo, 8 de julio de 2018

Pepillo


    Es como si al final de la película él se hubiera quedado dentro, en la sala, mientras los demás salimos. Nosotros volvemos al calor, al barullo, a las discusiones sobre la peli y sobre el bar al que vamos, y él se queda dentro, en el silencio, la oscuridad y el aire acondicionado. Nadie entiende dónde está, ni por qué no se une a nosotros, como cualquier día. Y entonces recibimos un WhatsApp que dice que ha muerto. Que se ha quedado en la sala, a ver una serie infinita de películas perfectas. Que está, pero de otra manera. Que su forma de ser amigo nuestro es ahora el recuerdo, o más bien la nostalgia. O sea, una putada de las gordas. Pues así ha sido. De no saber que Pepillo era profundamente cristiano diría que ahora la vida se entiende peor, que tiene menos sentido. Pero él era un cristiano ejemplar, y uso el término a conciencia. Discreto, tolerante y generoso, Pepillo rezaba y se entregaba lo mejor que podía a los demás, sencillamente. En los últimos años, había renunciado a una asistenta para usar ese dinero en ayudar agente con discapacidad. Se interesaba genuinamente por todos y por todo; vivía su fe en acción. Y murió lleno de fe.
   Le encantaba decir que él era un neurótico de libro, y yo pensaba que esa era su forma de parecerse a Woody Allen, porque no acababa yo nunca de ver en él la neurosis. Seguro que estaba equivocada, pero más bien percibía en Pepillo a un entusiasta de la vida y de las personas, al que nada parecía darle miedo. Le encantaban las bodas, las tertulias, las discusiones, los grandes dilemas, los proyectos. Cada viernes compartía risas con él y tres amigos cinéfilos a propósito de la cursilería de turno que cierto crítico había emitido sobre un estreno. Últimamente veía muchas series, pero tenían que tener semáforos. En las series no era partidario de la antigüedad ni de la naturaleza. No sé por qué selecciono estas bobadas sobre él. Es lo que me viene a la cabeza. Tenía sus temas favoritos, sus clásicos: El valor escaso del románico frente al arte del renacimiento y el barroco. La superioridad de Ava Gardner sobre Rita Hayworth (¿o era al revés?) El verano del norte, que está muy bien, pero no acaba de ser verano. Él sí a las peliculas dobladas, a Galdós, a bailar y a las casas de cubierta plana; él no a las alcachofas y a la soledad. En fin, la vida. Le gustaba vivir. Le gustaba querer y cuidar a sus amigos. A él le debo grandes amigos nuevos, con quienes comparto ahora la tristeza. 
  Le dio fuertísimo con Silencio, una peli de Scorsese sobre jesuitas torturados en Japón, que se empeñó en ver una y otra vez y que le condujo a aparatosos desencuentros con muchos de nosotros. Un día me dijo que le sorprendía lo mal que yo bailaba; otro día le decía yo una impertinencia semejante. Recogía muy bien las críticas. Le encantaba preguntar. Y escuchaba muy bien. Desconocía el cinismo. Se sentía bien admirando personas y cosas, y expresando su admiración. Ahora pienso en la estupidez de dar por hecho que estaba ahí, y que su amistad y su cariño eran un regalo más de la vida, que me tomaba con la máxima naturalidad, y me propongo aprovechar la lección. Pero eso es cosa mía. Como decía Pepillo en su último mensaje: “ya no os doy más la lata y un millón de gracias”. Gracias a ti, Pepe García-Berdoy.

miércoles, 17 de mayo de 2017

Carta a mi nieta



Querida Aldara:

Has crecido un poco desde que te hicieron esta foto, pero hoy me inspira el mismo cariño enorme que cuando la vi por primera vez, me sigue haciendo  sonreír y me produce muchas ganas de hablar contigo. Vas vestida de reina, o de princesa al menos,  con un traje de brillos goyescos que te queda un poco grande, y estás tocada con una gran tiara. En la mano llevas algo que no sé si tomar por varita mágica o cetro. Diría que es más bien lo segundo, porque tu atuendo no es de hada, así que supongo que lo que sujetas no es una herramienta de hacer milagros, sino una vara de mando. Estás vestida para armar a un caballero, para bailar, para enamorar a un príncipe, para volar sobre un cisne o para pincharte con un huso. Todo en ti es rosa y plata: traje, cetro y tiara. Las mangas abullonadas, la falda hasta los pies, el prudente escote y la profusión de encajes nos indican que tu reino no es de este tiempo, sino de los tiempos eternos de la fantasía.
    Pero lo que me interesa es tu gesto. Alguien te ha dicho que te pongas ahí para la foto, y tú lo has hecho, agarrando tu cetro sin convicción, dispuesta a transportarlo protocolariamente de un lado a otro como un maletín vacío. No nos lo muestras triunfante; no parece interesarte que nos demos cuenta del poder con el que estás investida. Más bien parece que no crees en él.  Que no crees que seas nada parecido a una princesa. Todo tu gesto es de incredulidad. La boca fruncida hacia un lado, en un principio de sonrisa que no acaba de cuajar;  la mano en la nuca, como ayudando a tu mente a darle una última vuelta al porqué de este disfraz; la mirada concentrada en un punto indeterminado de la alfombra, abstraída del alboroto que seguro se está produciendo a tu alrededor: ¡Aldara, mira aquí, ríete, ríete, que estás muy guapa de princesa! Pero tú vas a lo tuyo, y tu estado de ánimo no es el de una reina que está siendo retratada. No es el tuyo un humor monárquico, sino escéptico. Llevas el cetro como una bolsa del supermercado, y nada en ti es regio ni principesco, por muy grande que sea tu tiara. Vais listos si pensáis que me la vais a dar con queso, pareces decirte, pero te dejas llevar, y posas distraídamente, mientras piensas en otra cosa.  ¿En qué pensarás? Y dentro de muchos, muchos años, ¿en qué pensarás?

     Ojalá, cuando seas una mujer, sepas mantener los pies en la tierra cuando la realidad te pida que la mires y la vivas. Y ojalá seas también capaz de dejarte abrazar por la fantasía; ojalá te permitas soñar, y creerte una reina, y serlo.  




viernes, 13 de noviembre de 2015

Somos unos pesados



Vale, de acuerdo: Soy una pesada; más vale empezar por escuchar entre líneas al lector: pesada lo serás tú, piensa. Bien, seré empática; asumo mi parte y sigo. 

No miro a  nadie en particular, pero pienso en la gente que me cruzo por la calle, dando voces por el teléfono, con gesto refitolero, o los que se sientan a mi lado en el metro, y se cuentan mutuamente lo que le dijeron a su cuñada, o lo que dignamente callaron para no discutir cuando su marido les increpó esto o lo otro. Unos pesados. Como diría Ana María, gente muy en sus puntos (tranquilo, si no sabes quién es Ana María puedes seguir leyendo, sin por ello ser más pesado que la media). La gente ahora les llama opinionated, o sea, se diría que afectados de un exceso de opinión, aunque, según el traductor de Google, el palabro significa dogmático.


Los dogmáticos son una variedad de los pesados, un subgrupo muy intenso que se niega a salir de su caja, se infiltra en los saraos y te da la brasa; supongo que los habréis identificado con frecuencia, pero el problema del cual (yo, muy pesada) estoy empeñada en hablar es otro. La cuestión es esa epidemia de gestos puntillosos ante alternativas irrelevantes, de momentos tiquismiquis en situaciones que piden ligereza , de preferencias clarísimas ante dos opciones, a cual más tonta; esta invasión de palabrería superflua, de empeño inútil; este ansia de precisar, de concretar, de dejar claro que queremos esto y no aquello, este afán de tomar el café largo en taza mediana con leche templada; este empeño en pasar la realidad por el filtro de nuestras manías antes de mirarla, y  de narrar lo que vemos en ella en tiempo real, sin omitir detalle alguno. Les oyes (nos oyes), agarrados al móvil, ordenando numéricamente los argumentos: primero, tal y cual; segundo, esto y lo otro, y por fin, dicho lo cual: aquello de más allá. A quién le importa. A quién coño le importa. Lo que diga este, lo que diga yo, lo que digamos cada uno en esas frenéticas conversaciones en las cuales se diría que nos va la vida, cuando en realidad no nos jugamos nada. Nada de nada. El terreno de juego está en otro lado. Pero eso es otra cuestión, y no quiero ser pesada.

miércoles, 14 de enero de 2015

Escapadas



   Alguien se sorprendía hace poco de que la publicidad turística anuncia “escapadas” en lugar de “viajes”: ¿Pero dónde vivís, en Alcatraz? Según parece, apuntarse a un viaje al Mar Menor o a un fin de semana en Cuenca no es cambiar de ambiente, sino fugarse de alguna jaula, y cada uno tiene la suya; incluso dicen que las hay de oro, y que están bien si eres muy cursi.  Mis cuñadas y sus primas pasaban temporadas de su adolescencia en una casa familiar de la que escapaban por las noches. “¡Por la ventana!”, decía la más intrépida. “Pero si está la puerta abierta”, objetaba alguien, y acababan saliendo por la ventana, porque las huidas tienen sus protocolos. Luego llegaban a alguna discoteca prohibida y la intrépida decía a las sensatas: “Id besándoos”, y se largaba. Las otras se preguntaban si estaría pasando a mayores con algún otro fugitivo en un escondite ultra secreto de la discoteca, dado que los escondites son importantes en las fugas. El caso es que ella en la discoteca se esfumaba; era una redundante de la escapada. Hacía bien: una vez  has logrado la fuga, puedes hacer con ella lo que quieras. Incluso volver a casa y ponerte a pensar en el porqué de la manía de evadirte, en el sentido de consumir tanta literatura o cine de evasión y en las razones de ese empeño en planear escapadas y de estar siempre con la mente en otro aquí y otro hoy. Lo malo de volver es que puede ser triste, en especial si caes en la cuenta de que en tu ausencia nadie te buscaba. El fugitivo ideal está siempre perseguido por alguien, y eso le sube la autoestima. En ese sentido los raptos están muy bien.  Tuve un novio que siempre amenazaba con raptarme, pero nunca lo cumplía, así que le dejé por bocazas y me hice con otro que solo aspiraba a estar donde había que estar (sí, sé que no tiene mucho que ver, pero me apetecía contarlo).  
     Tengo un amigo en la cárcel, con el que se ha cometido una grave injusticia. En prisión lee, enseña inglés a otros reclusos, hace ejercicio, escribe, aprende. Como Viktor Frankl, el más famoso de los presos de los campos de concentración nazis, mi amigo es un hombre optimista, así que su manera de evadirse de la cárcel es usar bien su mente y su cuerpo. Sus cartas no son escapistas, pero tampoco tristes. Son de una dignidad absoluta, bienhumorada, sana. Deberíamos imitarle los que soñamos con huir en lugar de aprender a vivir. Otros amigos míos han protagonizado grandes fugas:  gente que ha escapado de un mal matrimonio, de las drogas, de una enfermedad gravísima o de la ruina. Esas sí que son escapadas que valen la pena.  Me gustaría reunirlos a todos para hacer una escapadita al Mar Menor.


viernes, 9 de mayo de 2014

Este niño se nos está torciendo

Sus padres lo miraban y se decían preocupados: "Está claro que se nos está torciendo". Pasó el tiempo y tal vez gracias a los cuidados de su familia, o tal vez a pesar de ellos, aquí está este alcornoque, celebrando la primavera con nuevos brotes de adolescente.

martes, 19 de noviembre de 2013

Amigas


Déjalo, me digo, es completamente imposible escribir algo sobre tus amigas que no sea cursi ni se parezca a esos interminables powerpoints de sucesivos paisajes dorados sobre los que van apareciendo en tipografía arcaizante frases almibaradas acerca de los poderes mágicos de la amistad femenina.  Misión imposible decir sin cursilería lo que ellas son y significan; lo que admiras en ellas y para lo que sirven; lo mucho que te gusta la película de tu vida cuando aparecen a tu lado, a veces vestidas de colegio, o embarazadas, o con traje de novia, o de luto (al fondo de la foto están el final de la calle Velázquez, la sombra de un alcornoque, Gibraltar, el Taj Majal, el Camino de Santiago, Knightsbridge, Benavente, Oyambre, un hospital, un despacho en el Viso, una tienda, una playa, un vaso de vodka helado).

Misión imposible contar sin tópicos lo orgullosa que te sientes de estar cerca de ellas mientras avanzan por los años; de verlas enfermar con valentía, esforzarse con elegancia, fracasar con humor, emprender con éxito; de verlas discutir, sufrir,  caer y levantarse, envejecer, enamorarse y desenamorarse, errar, acertar, aprender, cotillear, callar, ser buenas y malas y regulares y al final siempre buenas para ti, porque para eso son ellas, y han obtenido a tus ojos ese grado arbitrario y ciego que es la amistad, con la que te premian también a pesar de todo, con la que te regalan toneladas de aire puro, toneladas de salud mental. Imposible escribir nada sobre ellas que no sea terriblemente cursi. Necesitarías saber hablar de la generosidad sin sonar a monja, de la alegría sin parecer infantil, del consuelo de la escucha sin resultar banal, del poder curativo de la frivolidad sin hacerte un lío al explicarlo.

En fin. El caso es que a lo tonto a lo tonto has ido rellenando líneas y al final va a resultar que no es tan difícil decir qué orgullosa y agradecida te sientes  de contar con tus amigas. Por lo pronto has conseguido terminar unos cuantos párrafos. Eso sí, cursi te ha salido un rato.

domingo, 3 de noviembre de 2013

La dimensión adecuada


Me propone un amigo mío que visite su blog y empiezo por leer un post en el que emplea la mortadela como metáfora de aquellos proyectos que se abordan sin mesura. A continuación leo lo que escribe sobre “el dinero suficiente”. Antes de seguir me paro y recuerdo el magnífico libro de Luis Racionero “El Mediterráneo y los bárbaros del norte”, en el que habla de los rasgos diferenciales de un pueblo civilizado. Junto a algunos tan propios del mundo mediterráneo como la ironía o la capacidad de alcanzar acuerdos, propone la idea de darle a las cosas su justa dimensión. El pueblo civilizado es aquél  en el que el tamaño de los proyectos del hombre es adecuado respecto a su capacidad de disfrutarlos con serenidad.

Ayer, una mujer que nunca ha salido de su pueblo me contó que planea viajar a Madrid con su marido y sus dos hijas pequeñas. No sabe mucho del viaje, porque lo han organizado otros, pero recuerda que van a visitar el parque Warner. Le sugiero que además dediquen una tarde a las barcas del estanque del Retiro. Que se note que vienen de un pequeño pueblo del Mediterráneo, en el que aún impera la elegancia de la dimensión adecuada. Creo que sus hijas no me lo perdonarán nunca. Preferirán ir a un gigantesco centro comercial de las afueras. ¿Será menos civilizado el mundo que les espera? A pesar de que prefiero el Retiro a la Warner, no lo creo. Solo será más complejo. Un lugar en el que será más difícil comportarse de manera civilizada.